enero 11, 2003

Es un poco sábado, la noche me tira de su molcajete. El sábado existe, no cuando lo considero útil sino hasta que lo decide él, que se se dilata sin mi consentimiento. Mañana habrá tiempo para cambiar los ejes, vagabundear por las recámaras, dejarse acariciar por el bossa nova y la firma de Dios en los muslos de Anabella Sciorra. Mañana. Mientras tanto hay poco sábado, vuelvo a casa y quiero tacos.

Si alguien vagabundea el sábado y se detiene en una taquería, puedes estar seguro: no tuvo un día redondo. El sábado lleva una digestión difícil -la semana entera como bolo alimenticio- pero el magnetismo de los tacos dice más. Crayonazos en la nuca. Escapan vapores del gran trompo de carne. Encaro un sincero -aunque mecánico- examen de conciencia.

-Amor, te preparé semanas.

El taquero, con el taca-taca-flush que hemos memorizado de años, forma los tacos en un estrecho plato que les permite un abrazo final. Ésta es una idea fatalista y puede que me percate de ella, lo que precipita el tono. Rearmar el cuadro, acomodar las culpas.

-No es que lo dude, amor.

Uno de los taqueros sirve la salsa y en seguida el guacamole, mientras el sustituto, que despacha a partir de las 02:00 con menos experiencia, lo hace al revés. Ambos son veloces. El taco sabe igual. Siempre y cuando no reciban instrucciones de armar, en el mismo plato, una orden de composición distinta, pues entonces se revelan las ventajas del método que favorece, obviamente, al primero. Salsa, métodos y exámen de conciencia.

-El olor de tu cabello, amor, qué más ha de ser.

El encuentro fue insuperable, la vi sonreír. Pero algo hizo pavonearme con la cena y sus dedos perdieron rigidez. Se suponía que el monólogo fue justo y bien planteado, se suponía que nadie iba a llorar. Que nadie arrojaría las llaves y que el lápiz labial -deslizado tantas veces al contorno de la boca prénsil, perímetro rojo, rojísimo, hecho brasas- ocuparía el mismo sitio toda la noche, dentro del bolso de diseño pueblerino y un kit todo incluido de Ross Lullaby que imita con modestia los estuches soberbios de Esteé Lauder. Se suponía. Pero no fue así.

-Creo que la amo. Quizá sólo esté hambriento.

Cuarto taco, creyendo que van tres. Suben y bajan switches del sábado extinto, mugen bovinos al interior de la memoria. Es tarde. ¿Quieres alternativas? Madrugar el domingo por unos tacos de carne de puerco, en comparación a desvelarse para los de res. Inténtalo. Un grupo de polacos ciegos se sometió infinitas veces a ambas experiencias y lo plasmo en un texto emocionante, de oscura poética, que se publicó en la primavera del 2002. Supe que hubo violentas discusiones para elegir el tìtulo, Cartas de amor al fondo de la mina. Un inquietante ensayo que absorbe la conciencia urbana como popote gigantesco. El libro del año.
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mr_phuy@mail.com






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